Soy Andrea Hernández y mi vida cambió para siempre hace un año cuando mi madre falleció de cáncer.
Desde el colegio nos enseñan que el ciclo de la vida es nacer, vivir y morir. Pero esa última etapa es difícil de comprender. La palabra muerte la conocemos y probablemente la entendemos pero jamás podremos asimilarla, ni mucho menos estamos preparados para afrontarla. Mi nombre es Andrea Hernández, tengo 22 años, soy periodista, y así he podido sobrevivir a la muerte de mi mamá.
¿Cáncer? Sí. Más que una enfermedad, para mí siempre fue una palabra extraña que nunca llegaría a mi vida ni a la de las personas que más amo. Pero sí, es real y a todos nos puede tocar. Es una enfermedad silenciosa que cuando llega hace ruido y estragos, más que cualquier otra.
El 21 de mayo del 2017 fue el día que partió mi vida en dos. Me levanté en un hospital en el norte de Bogotá como lo venía haciendo en los últimos 15 días. Como de costumbre, lo primero que hice apenas desperté fue mirar a mi mamá y preguntarle a la enfermera cómo estaba ella.
Aquel día hubo algo diferente en mi rutina de la mañana. Después de hablar con la enfermera, le pedí a Dios con todas las fuerzas de mi corazón que me dejara ver los ojos de mi mamá, pues ella llevaba inconsciente dos días y temía que no pudiera volver a verlos nunca más.
Alrededor de las 10 de la mañana estaba alistando todo para irme a la casa y traerle algunas cosas cuando la enfermera me gritó: ¡Andrea, tu mamá, mira a tu mamá! La volteé a ver y tenía los ojos abiertos. Sí, lo que ese día le pedí a Dios se hizo realidad. Pero no era como yo esperaba, sus ojos negros ya no eran los mismos, se encontraban opacos y pedían a gritos un descanso.
Entendí que aunque añoraba tenerla muchos años más a mi lado, debía dejarla ir. En ese momento me atreví a decirle a Dios que si su propósito era que ella se fuera, lo iba a respetar.
En la noche de ese día, a las 7:40 p. m., mi mamá murió.
Ella se fue rodeada de su familia, de su exesposo y de su hija. Murió cuando le dije que la amaba, que había sido la mejor mamá del mundo y que por ella iba a ser una gran profesional. Murió cuando mi papá le dijo que había sido el amor de su vida. Con un suspiro, luego de esas palabras, se fue.
¿Cómo comenzó todo?
El 19 de mayo del 2016 me arreglaba para ir a la universidad cuando la escuché llorar. Me acerqué a su cuarto, en donde se encontraba ella, y le pregunté qué pasaba. No me decía nada, solamente vi unas cuantas gotas de sangre que salían de su nariz.
A los pocos minutos, me dijo que sentía mucho dolor en su cabeza y que tenía ganas de vomitar. Aquel día decidimos ir de urgencias a la Clínica La Colina, en el norte de Bogotá, la más cercana a nuestro lugar de residencia.
En ese lugar varios médicos la atendieron, le realizaron diferentes exámenes y le dieron un analgésico mientras se conocían los resultados. A las 3 de la tarde de ese día una voz sonó por los parlantes del hospital. Llamaban a mi mamá para entregarle los exámenes.
Entré con ella al último cubículo de la zona de urgencias del hospital. Nos sentamos cada una en una silla y recuerdo cómo la doctora se quedó mirándonos sin decir nada. Luego de un pequeño momento de silencio nos dijo que en las imágenes que había proporcionado el TAC de la cabeza se veía algo raro, algo como un tumor en el cerebelo.
Después me miró a mí y me dijo que mi mamá no podía regresar conmigo ese día a casa. Debía quedarse para saber si se trataba de un tumor cancerígeno.
A partir de ese día ella duro 7 días en el hospital. Allí descubrieron que lo que padecía era cáncer de seno, pero que este le había hecho metástasis en el cerebelo. Que ese tumor en la cabeza -que le provocaba vómitos, sangrado por la nariz y dolor-, era muy malo y agresivo.
Luego de esos días, uno de los neurocirujanos de la clínica la operó para extraerle el tumor en el cerebelo. La intervención, que duró 8 horas, no fue un éxito. Según el doctor, el tumor ya estaba muy arraigado y así era peligroso e imposible extraérselo por completo.
Entonces, fue allí cuando nos propuso a mi mamá, a la familia y a mí unos ciclos de quimioterapia y radioterapia para controlar y posiblemente algún día curarla del cáncer tan avanzado que tenía. Sin dudarlo, aceptamos y ahí fue donde comenzó una vida nueva y desconocida para mí.
Nuestra vida luego del diagnóstico
Luego del diagnóstico, aunque no pudo volver a trabajar y hacer las cosas que usualmente hacía en el día, mi mamá siguió siendo la misma. Con una sonrisa demostraba que todo estaba bien y que iba a salir del cáncer.
Duró un año con esa enfermedad, y en cada momento de esos 365 días, mantuvo la esperanza y la fe de que iba a mejorarse. Fue en ese tiempo cuando más me demostró su fortaleza.
Pero aunque ella siguió siendo la misma, yo no. Aunque trataba de disimularlo, ver su proceso fue muy difícil.